sábado, 17 de febrero de 2007

UTOPIA STATION

Jamás había observado con tantísimo detenimiento (aunque él lo hubiera llamado minuciosidad) la inusual longitud de los dedos meñiques de sus pies, de hecho, resultaba inevitable la comparación casi inmediata con dedos de mano, de mano de niño, que duda cabe, pero en definitiva dedos de mano.
Obviamente existía la posibilidad de que el problema ( en caso de constituir uno) radicara exclusivamente en la falange distal ya que el tamaño de las otras dos no superaba la media, y que la solución (en caso de precisar una) se ceñiría al ámbito de la cirugía menor, de hecho, muy probablemente en un par de días alcanzase el grado de desenvoltura y solvencia podal de antaño, requisito éste indispensable para su actividad profesional, en la cual nuestro protagonista había alcanzado el prestigio y la excelencia sólo tras interminables horas de entrenamiento y obcecado tesón.
“Mañana mismo iré al especialista” se dijo, e inmediatamente después calculó con extraordinaria precisión las posibilidades de que existieran cirujanos especialistas en dedos meñiques de pie excesivamente largos. Concluyó que eran altas y se acostó.
La mañana siguiente se presentó con la acostumbrada puntualidad y Elizondo (a partir de ahora lo llamaremos El) tras las pertinentes rutinas higiénicas se dispuso a abandonar su desmesurado hogar (El siempre había presentado severos problemas con la escala) camino del hospital más próximo, ciento diecisiete kilómetros al Norte.
Bien avanzado en su trayecto, y de forma simultánea al soberbio manejo del volante que lo encumbró entre los diez mejores de su disciplina, se percató de otro hecho altamente inquietante, desazonador e incluso anómalo, esto es, el dedo anular de cada mano era pequeño, ínfimo, casi ridículo.
El detuvo el vehículo con casi imperceptibles movimientos de las muñecas y los antebrazos cuando, ya en la cuneta se topó bruscamente con la realidad del extremo de sus extremidades, concibió la posibilidad de que cierta compensación cósmica requiriese estos aberrantes ajustes físicos para el correcto discurrir del espacio-tiempo, poco después concluyó que esto era una estupidez y se acomodó en el coche con mayor voluntad de llegar a su destino que antes.
No llegó a arrancar el auto, poco antes de introducir la plateada llave en el contacto, y casi de forma inconsciente se miró en el mal orientado espejo retrovisor (jamás llegó a entender por qué tenía que recolocar el mismo cada vez que utilizaba el coche, intuía que la culpa era del calor, del frío, o de una impertinente combinación de ambos) y, por primera vez, dudó de sus (cada vez más) desacreditados ojos. No podía ser, simplemente NO PODÍA SER y sin embargo estaba siendo, o mejor dicho, estaba viendo como su nariz había adquirido las dimensiones de un guisante, quizás de uno especialmente grande pero esto, en si mismo, constituía un muy pobre consuelo.
Desconsolado, pero sereno, consideró las opciones que tenía, argumentó con solidez excepciones a la norma, relegó la demencia y la paranoia a las últimas posiciones y concluyó que estaba sufriendo una patología sintomáticamente muy evidente y que, si bien el rango de cirugía había ascendido notablemente, no cabía espacio para el desánimo.
Más relajado, incluso feliz, se dispuso a reanudar la marcha, introdujo la plateada llave en el contacto, evitó mirarse en el espejo retrovisor y, así, completamente sólo, en la cuneta, recordó un lugar magnífico, un lugar en el que su forma, su cuerpo era arrogantemente común, altivamente normal, un lugar ajeno del cual ahora dudaba incluso de su existencia.

A ese lugar lo llamó utopía.

Miguel Luengo Angulo

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